CAPITULO IV. Escuela de Castelnuovo de Asti. Un episodio edificante. Sabia contestación ante un mal consejo.

Cursadas las primeras clases, era preciso enviar cuanto antes a Domingo a otra parte para seguir sus estudios, pues le era imposible continuarlos en una escuela de aldea. Esto deseaba Domingo, y éste era también el anhelo de sus padres. Pero ¿cómo realizarlo, faltándoles los medios pecuniarios? Dios, supremo Señor de todas las cosas, proveerá lo necesario para que pueda este niño seguir la carrera a que lo llama.

«Si yo tuviera alas como un pajarillo – decía a veces Domingo –, quisiera volar mañana y tarde a Castelnuovo para continuar mis estudios».

Sus grandes deseos de estudiar le hicieron llevaderas todas las dificultades, y resolvió ir a la escuela municipal de la próxima villa de Castelnuovo a pesar de que distaba unos cuatro kilómetros de su casa; y así, de sólo diez años, recorría dos veces al día aquel camino; de modo que entre idas y vueltas resultaban a diario más de quince kilómetros.

Sopla a veces un viento molestísimo, abrasa el sol, los caminos están cubiertos de lodo, llueve a torrentes; no importa: Domingo soporta todas estas incomodidades y obstáculos; sabe que en esto obedece a sus padres y que es un medio para aprender la ciencia de la salvación, y eso basta para hacerle sobrellevar con alegría toda clase de trabajos.

Una persona mayor, viendo un día a Domingo que se dirigía solo al colegio, a eso de las dos de la tarde, bajo un sol abrasador, casi únicamente por darle conversación entabló con él el siguiente diálogo:

– Amiguito, ¿no tienes miedo de ir solo por este camino?

– No voy solo, señor. Mi ángel custodio me acompaña en todos mis pasos.

– ¡Pues ha de ser pesado el camino con tanto calor, teniendo que hacerlo cuatro veces al día!

– Nada es pesado cuando se hace por un Amo que sabe pagar bien.

– ¿Y quién es ese amo?

– Dios nuestro Señor, que paga hasta un vaso de agua que se dé por su amor.

Esta misma persona narró semejante episodio a algunos amigos suyos, y concluyó diciendo: «Un niño que a tan tierna edad abriga tales pensamientos, ciertamente hará hablar de sí, sea cualquiera la carrera que emprenda».

Con tantas idas y venidas, alguna vez corrió serio peligro moral por causa de algunos malos compañeros.

Durante los calores del estío acostumbraban no pocos muchachos a bañarse en las lagunas, en los arroyos y estanques o en sitios análogos. El encontrarse juntos varios niños sin ropa y bañándose a veces en lugares públicos, es cosa muy peligrosa para el cuerpo, de suerte que a menudo, por desgracia, hay que lamentar la muerte de niños y aun de otras personas que perecen abogadas. Pero el peligro es mucho mayor para el alma. ¡Cuántos jovencitos lamentan la pérdida de su inocencia, siendo la causa el haber ido a bañarse con estos compañeros a estos sitios fatales!

Varios de los condiscípulos de Domingo, no contentos con ir ellos, se empeñaron en llevarle también a él; y una vez lo lograron. Pero, habiéndosele advertido de que hacía mal en esto se mostró profundamente pesaroso, y no pudieron ya inducirle a que volviese de nuevo, antes, bien, deploró y lloró, muchas veces el peligro a que había expuesto su alma y su vida.

Otros compañeros más desenvueltos y deslenguados le dieron un nuevo asalto y le dijeron:

– Domingo, ¿quieres venir a dar un paseo con nosotros?

– ¿A dónde?

– Al río, a bañarnos.

– ¡Ah, no!, yo no voy; no sé nadar y puedo ahogarme.

– Va, hombre, es muy divertido; además, se refresca, da buen apetito y es saludable.

– Pero tengo miedo de ahogarme.

– ¡Bah! ¡Fuera miedo! Te enseñaremos nosotros a nadar; ya verás que avanzamos como peces y damos saltos de gigante.

– Pero ¿no es pecado ir a estos lugares donde hay tantos peligros?

–¡Quita allá! ¿No ves que va todo el mundo?

– El que todos vayan no prueba que no sea pecado.

– Pues, si no quieres echarte al agua, ven a ver a los demás.

– Basta. Me encuentro aturdido. No sé qué decir.

– Ven, ven, no tengas cuidado; no es malo, y nosotros te libraremos de cualquier peligro.

– Antes de hacer lo que me decís, quiero pedir permiso a mamá; de lo contrario, no voy.

– ¡Calla, simplón! ¡Cuidado con decírselo a tu madre, que ella a buen seguro no sólo no te dejarla ir, sino que nos delataría a nuestros padres, los cuales nos quitarían el frío sacudiéndonos la badana!

– ¡Ah! Si mamá no quiere que vaya, es señal de que es malo; y por eso no voy. Y si queréis que os hable claramente, os diré que, engañado, he ido una vez, pero en adelante no iré jamás, porque en tales sitios siempre hay peligro o de ahogarse o de ofender al Señor. Ni me habléis más de nadar. Si esto no gusta a vuestros padres, no debierais hacerlo, porque el Señor castiga a los hijos que hacen cosas contrarias a lo que mandan su padre o su madre.

De esta manera, dando tan sabia respuesta a aquellos malos consejeros, Domingo evitaba un grave peligro; pues si él se hubiese expuesto, hubiera tal vez perdido el tesoro inestimable de la inocencia, a cuya pérdida se siguen mil otras desdichas.

Su séptimo año, el de su primera comunión, señaló una fecha de capital importancia en la vida espiritual de Domingo Savio. Otra fecha de singular importancia fue la de los doce años, cuando tuvo lugar su encuentro con Don Bosco.

«Cursadas las primeras clases –, escribe Don Bosco –, las cursó en Murialdo. En aquel poblado del ayuntamiento de Castelnuovo había una clase sola, subdividida en otras dos: la primera inferior y la primera superior, con un solo maestro. A ellas asistió el niño Savio hasta la edad de diez años».

A este tiempo pertenece un episodio ignorado por el escritor, pero recordado por la hermana de Domingo en el proceso como oído poco antes de su cuñado Juan Savio, contemporáneo del niño.

Habiendo el maestro, con toda razón, castigado y golpeado a dos alumnos, se conmovió Domingo hasta derramar lágrimas y le dijo a su futuro pariente: «Habría preferido que el maestro me hubiera pegado a mí».

Las idas a Castelnuovo, descritas con tan vivos colores por Don Bosco, comenzaron el 21 de junio de 1852 y duraron hasta febrero del 1853. Esta fatiga para un niño de grácil complexión raya verdaderamente en lo heroico.

Por lo que se refiere al baño, algunos dejaban la vida en las aguas. Respecto a la moral, dice atinadamente don Caviglia: «Nadie piense en el menor enturbiamiento de conciencia. De aquel hecho no conoció Domingo la malicia, sino la existencia del peligro». Y a este propósito es oportuno traer a colación la declaración de don Rúa en el proceso: «Tengo la convicción de que Domingo, por singular privilegio, no estaba sujeto a tentaciones contra la castidad».

Después de Don Bosco, nadie, ciertamente, mejor que don Rúa conocía el alma de este jovencito angelical.


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