CAPITULO III. Es admitido a la primera comunión. Preparación. Recogimiento y recuerdos de aquel día.

Nada faltaba a Domingo para que fuese admitido a la primera comunión. Sabía ya de memoria el pequeño catecismo, tenía conocimiento suficiente de este augusto sacramento y ardía en deseos. Sólo se oponía la edad, puesto que en las aldeas no se admitía por lo regular, a los niños a la primera comunión sino a los doce años cumplidos. Domingo apenas tenía siete y, además de poca edad, por su cuerpo menudo aún parecía más joven; de suerte que el cura no se decidía a aceptarlo. Quiso saber también el parecer de otros sacerdotes, y éstos, teniendo en cuenta su precoz inteligencia, su instrucción y sus deseos dejaron de lado todas las dificultades y lo admitieron por primera vez para el pan de los ángeles.

Indecible fue el gozo que inundó su corazón cuando se le dio esta noticia. Corrió a su casa y lo anunció con alegría a su madre. Desde aquel momento pasaba días enteros en el rezo y en la lectura de libros buenos; y se estaba largos ratos en la iglesia antes y después de la misa, de modo que parecía que su alma habitaba ya con los ángeles en el cielo.

La víspera del día señalado para la comunión fue a su madre y le dijo:

– Mamá, mañana voy a hacer mi primera comunión; perdóneme usted todos los disgustos que le he dado en el pasado yo le prometo portarme muy bien de hoy en adelante, ser aplicado en la escuela, obediente, dócil y respetuoso a todo lo que usted me mande.

Y, dicho esto, se puso a llorar. La madre, que de él había recibido sólo consuelos, se sintió enternecida y, conteniendo a duras penas las lágrimas, le consoló diciéndole:

– Vete tranquilo, querido Domingo, pues todo está perdonado; pide a Dios que te conserve siempre bueno y ruega también por mí y por tu padre.

La mañana de aquel día memorable se levantó muy temprano y, vestido de su mejor traje, se fue a la iglesia; pero como la encontrase cerrada, se, arrodilló en el umbral de la puerta y se puso a rezar, según su costumbre, hasta que, llegando otros niños, abrieron la puerta. Con la confesión, la preparación y acción de gracias, la función duró cinco horas.

Domingo fue el primero que entró en la iglesia y el último que salió de ella. En todo este tiempo no sabía si estaba en el cielo o en la tierra. Aquel día fue siempre memorable para él, y puede considerarse como verdadero principio o, más bien, continuación de una vida que puede servir de modelo, a todo fiel cristiano.

Algunos años después, hablándome de su primera comunión, se animaba aún su rostro con la más viva alegría.

¡Ah! – solía decir –, fue aquél el día más hermoso y grande de mi vida.

Escribió en seguida algunos recuerdos que conservó cuidadosamente en su devocionario y los leía a menudo. Vinieron después a mis manos, y los incluyo aquí con toda la sencillez del original. Eran del tenor siguiente:

«Propósitos que yo, Domingo, Savio, hice en el año 1849 con ocasión de mi primera comunión, a los siete años.

1. Me confesaré muy a menudo y recibiré la sagrada comunión siempre que el confesar me lo permita.

2. Quiero santificar los días de fiesta.

3. Mis amigos serán Jesús y María.

4. Antes morir que pecar.»

Estos recuerdos, que repetía a menudo, fueron la norma de sus actos hasta el fin de su vida.  Si entre los lectores de esta biografía se hallase alguno que no hubiera recibido aún la primera comunión, yo le rogaría encarecidamente que se propusiera imitar a Domingo Savio. Recomiendo sobre todo a los padres y madres de familia y a cuantos ejercen alguna autoridad sobre la juventud, que den la mayor importancia a este acto religioso. Estad persuadidos que la primera comunión bien hecha pone un sólido fundamento moral para toda la vida. Difícil será encontrar persona alguna que, habiendo cumplido bien tan solemne deber, no haya observado buena y virtuosa vida.

Por el contrario, cuéntense a millares los jóvenes díscolos que llenan de amargura y desolación a sus padres, y, si bien se mira, la raíz del mal ha estado en la escasa o ninguna preparación han hecho su primera comunión. Mejor es diferirla o no hacerla que hacerla mal.

Don Bosco hizo su primera comunión a los diez años, y don Cafasso a los trece, a pesar de que era de todos conocida la vida angelical y la instrucción religiosa de ambos. Por, el contrario, el capellán de Murialdo fue esta vez contra la corriente, admitiendo a Domingo Savio a la sagrada mesa a los siete años; pero así entraba en el espíritu del cristianismo que puso en vigor Pío X con su decreto de 8 de agosto de 1910. Establece este sumo pontífice que la edad de la discreción para la primera comunión se manifiesta cuando el niño sabe distinguir entre el pan eucarístico y el pan material.

Acerca de los propósitos que tomó entonces Domingo, escribe Salotti: «Son el más luminoso patrimonio que ha podido dejar en herencia a nuestra juventud». Particularmente aquel ¡Antes morir que pecar! ha tomado ya carta de naturaleza entre las frases célebres que han pasado a la historia.

El pedir perdón a los padres la noche antes de la primera comunión era costumbre corriente en todas las familias cristianas de entonces.

El Cardenal Cagliero, que hizo su tercera Pascua en Castelnuovo, su tierra, cuando allí mismo hizo Domingo Savio la primera, hace resaltar en los procesos la admiración de sus conciudadanos: «… ante la devoción con que en la Pascua de 1849 hizo Domingo su primera comunión, ya por su compostura, ya por su piedad y recogimiento, como por su edad, de siete años».

Domingo Savio, como años antes Don Bosco, hizo la primera comunión en la iglesia parroquial de Castelnuovo, pues Murialdo era una simple capellanía dependiente de la parroquia de aquella población principal. En Murialdo permaneció Domingo Savio con su familia desde 1843 hasta febrero de 1853.


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