CAPITULO I. Patria. Temperamento. Sus primeros actos de virtud.

Los padres del joven cuya vida vamos a escribir fueron Carlos Savio y Brígida, pobres pero honrados vecinos de Castelnuovo de Asti, población que dista unos 25 kilómetros de Turín. En el año 1841, hallándose los buenos esposos en gran penuria y sin trabajo, fueron a vivir a Riva, a unos cinco kilómetros de Chieri, donde Carlos trabajó en el oficio de herrero que de joven había aprendido. Mientras vivían en este lugar, Dios bendijo su unión concediéndoles un hijo que había de ser su consuelo.

Nació éste el 2 de abril de 1842. Cuando lo llevaron a ser regenerado por las aguas del bautismo, le impusieron el nombre de Domingo, cosa que, si bien parece indiferente, fue, sin embargo, objeto de gran consideración por parte de nuestro joven, según veremos más adelante.

Cumplía Domingo dos años cuando, por conveniencias de familia, sus padres tuvieron que establecerse en Murialdo, arrabal de Castelnuovo de Asti.  Antiguamente se llamaba Castelnuovo de Rivalba, porque dependía de los condes Biandrate, señores de aquel lugar.

Hacia el año 1300 fue conquistado por los de Asti, por lo cual se llamó Castelnuovo de Asti. Era a la sazón ciudad muy poblada, y sus naturales muy industriosos y dados al comercio, que sostenían con varias ciudades de Europa. Ha sido patria de muchos hombres célebres.

El famoso Juan Argentero, llamado el gran médico de su siglo, nació Castelnuovo de Asti el año 1513; escribió muchas obras de vasta erudición. Buen cristiano y muy devoto de la Santísima Virgen, erigió en su honor la capilla de la Virgen del Pueblo, en la iglesia parroquial de San Agustín de Turín. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia metropolitana con una muy honrosa inscripción que aún hoy se conserva.

Muchos otros personajes ilustraron esta ciudad. Últimamente, el sacerdote San José Cafasso, varón meritísimo por su piedad, ciencia teológico y caridad para los enfermos, presos, condenados a muerte y con toda clase de menesterosos. Nació en 1811, murió en 1860.

Se llamaba Riva de Chieri, para distinguirlo de otros pueblos de igual nombre. Dista cuatro kilómetros de Chieri. El Emperador Federico con diploma de 1164, otorgó al conde Biandrate el dominio de Riva de Chieri. Posteriormente fue cedida a los de Asti. En el siglo XVI pasó a la casa de Saboya. Monseñor Agustín de la Chiesa, y Bonino, citan, en su Biografía, una gran lista de personajes célebres que ahí nacieron.

Toda la solicitud de los buenos padres se dirigía a la educación cristiana del hijo, que ya desde entonces formaba sus delicias, el cual, dotado por naturaleza de un temperamento, dulce y de un corazón formado para la piedad, aprendió con extraordinaria facilidad las oraciones de la mañana y de la noche, que rezaba ya él solito cuando apenas tenía cuatro años. En aquella edad de natural inconsciencia, él se mantenía en una dependencia total de su madre; y, si alguna que otra vez se independizaba de ella, era para retirarse a algún rincón de la casa y poder así a lo largo del día entregarse con más libertad a la oración.

«Pequeñito aún – afirmaban sus padres –, en esa edad en que por irreflexión natural suelen ser para sus madres de gran molestia y trabajo, pues todo lo quieren ver y tomar, y a menudo romper, nuestro Domingo no nos dio el más pequeño disgusto. No sólo se mostraba obediente y pronto para cualquier cosa que se le mandara, sino que se esforzaba en prevenir las cosas con las cuales sabía que nos iba a dar gusto y contento».

Cariñosísima era la acogida que hacía a su padre cuando lo veía volver a casa después del trabajo. Corría a su encuentro y, tomándole de la mano o colgándose de su cuello, le decía:

Papa, ¡qué cansado viene! ¿No es verdad? Mientras usted trabaja tanto por mí, yo para nada sirvo sino para darle molestias; pero rogaré a Dios para que le dé a usted salud y a mí me haga bueno.

Y mientras esto decía, entraba con él en casa y le ofrecía la silla o el taburete para que se sentara, se detenía en su compañía y le hacía mil caricias.

Esto –dice su padre – era un dulce alivio en mis fatigas, de modo que estaba impaciente por llegar a casa y darle un beso a mi Domingo, en quien concentraba todos los afectos de mi corazón.

Su devoción crecía en él juntamente con la edad, y desde que tuvo cuatro años no fue menester avisarle que rezara las oraciones de la mañana y de la noche, las de antes y después de comer y las del toque del ángelus, sino que él mismo invitaba a los demás a rezarlas si, por acaso, se olvidaban de hacerlo.

Sucedió, en efecto, cierto día que, distraídos, sus padres se sentaron sin más a comer.

Papá – dijo Domingo –, aún no hemos invocado la bendición de Dios sobre nuestros manjares.

Y, dicho esto, empezó él mismo a santiguarse y a rezar la oración que había aprendido.

En otra ocasión, un forastero hospedado en su casa se sentó a la mesa sin practicar acto alguno de religión. Domingo, no osando avisarle, se retiró triste a un rincón del aposento. Interrogado después por sus padres acerca del motivo de aquella novedad, contestó:

Yo no me atrevo a ponerme a la mesa con uno que empieza a comer como lo hacen las bestias.

Caviglia aplica felizmente al pequeño Savio dos expresiones usadas por el P. Ségneri en el panegírico de San Luis. El gran orador dice de Gonzaga que Cristo cazador, más aún, depredador de almas, lo arrebató del nido, y así él, desde sus primeros años, quedó presa de Dios. Lo mismo sucedió literalmente a Domingo Savio.

El hecho con que termina el capítulo lo narra así su hermana Teresa María, nacida en 1859, viuda de Tosco: «Recuerdo también haber oído contar a mi padre que un día vino una persona a comer a nuestra casa, y como se sentara a la mesa sin hacer la señal de la cruz, Domingo se alejó disgustado de la mesa, yéndose con el plato en la mano a comer a un rincón. Se preguntó después mi padre por qué había obrado de esta manera, y él respondió: ‘Ese hombre no debe de ser cristiano, pues no hace la señal de la cruz antes de comer; por esto no está bien que estemos a su lado’».

Acabamos de ver cómo Don Bosco exalta sin más el heroísmo en la práctica de la virtud. Le pareció a alguno que a un jovencito todavía con menos de quince años le faltaba, para la heroicidad de los santos, la prueba del tiempo. A esto contesta el que en esta materia es maestro de maestros Benedicto XIV. Tratando de la heroicidad de las virtudes, hace este Papa dos observaciones: la primera, que el heroísmo debe medirse por las ocasiones que se ofrecen para ejercitar las virtudes, con la condición y el estado de las personas; y la segunda, que no se debe existir heroísmo en toda clase de virtudes sino sólo en aquellas que un siervo de Dios pudo ejercitar conforme su estado y condición.

En el proceso de Domingo Savio no le fue difícil al abogado de la causa, basándose en estos principios, demostrar que su patrocinado había ejercitado las virtudes en grado mucho más eminente que el que se suele encontrar aun en los mejores de entre los adolescentes de su misma edad, y por lo tanto, en grado heroico.


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