La Beatificación de Don Bosco.

Amaneció finalmente el dos de junio. Desde las primeras horas de la mañana comenzó la incesante afluencia de gente a la plaza de San Pedro. Movidos por el único deseo de asistir a la exaltación de Don Bosco, todos se apresuraban a conquistar un buen puesto en la inmensa Basílica. Subida la escalinata y puesto el pie en el pórtico, alzaban los peregrinos los ojos al estandarte que presentaba, sobre la puerta principal, a Don Bosco llevado en triunfo por un grupo de sus alegres alumnos, tal como lo describen las Memorias Biográficas. El padre de la juventud aparecía sentado en un sillón y al fondo se divisaba la campiña piamontesa. Los que sabían latín, leían en el estandarte una frase en latín, cuya traducción era: «Sostienen sobre sus hombros con clamorosas aclamaciones al sacerdote Juan Bosco, los muchachos alegres y animados por un solo amor».

La gran Basílica se llenó en cuestión de minutos; dos horas antes de la ceremonia ya estaban atestados los espacios reservados.  Personalidades diplomáticas y civiles e ilustres representaciones llenaban las grandes tribunas a los lados del ábside. En otras tribunas se veía al soberano de la Orden de Malta, a los parientes del Beato, a los superiores de los Salesianos y a las Superioras de las Hijas de María Auxiliadora. Debajo, y por ambas partes, se encuadraban en distintos recintos colegios masculinos y femeninos, peregrinaciones con invitaciones especiales. En asientos adecuados esperaban numerosísimos arzobispos y Obispos, entre los cuales había doce Prelados Salesianos. A la derecha y a la izquierda del gran arco bajo la cúpula, entre la Confesión y el ábside, pendían de dos miradores dos amplios estandartes, en los cuales se veían reproducidas las escenas de los dos milagros aprobados para la beatificación. Al fondo del majestuoso ábside, sobre el altar de la Cátedra y en el centro de la admirable aureola de los ángeles, llamada Gloria de Bernini, una cortina escondía a las miradas ansiosas del público algo que evidentemente debería aparecer en el momento oportuno.

A medida que se acercaba la hora de la función era más intensa la espera general y un mal contenido estremecimiento de impaciencia agitaba a la multitud. En lo alto de la tribuna, donde se veía al estado mayor de los Salesianos, había un venerando anciano, único superviviente de los más antiguos tiempos del Oratorio, don Juan Bautista.

Al sonar las diez, tras el canto de Nona, los Canónigos del Cabildo Vaticano con el Cardenal Arcipreste, Merry del Val, a la cabeza, avanzaron procesionalmente desde la Capilla Julia y fueron a ocupar sus asientos.

Una vez que todos ocuparon su propio lugar, se adelantó el Postulador de la Causa, don Francisco Tomasetti, acompañado por el secretario de Ritos, Mons. Mariani, ante el Cardenal Prefecto y le entregó el Breve Apostólico de la beatificación, rogándole se sirviera ordenar su publicación. Su Eminencia le envió al Cardenal Arcipreste a pedir permiso para leer el documento pontificio en su Basílica. Obtenida la facultad, un Prelado Canónigo Vaticano, Mons. Barnabei, subió a un pequeño podio un poco elevado en el presbiterio, leyó el Breve, en el cual el Sumo Pontífice, después de haber hecho un rápido resumen de la vida, las obras, las virtudes heroicas y los milagros de Don Bosco declaraba se inscribiese en el número de los Beatos.

Acabada la lectura, hubo un momento solemne. Se pusieron todos en pie y clavaron sus ojos en la gloria de Bernini. A una señal se corrió la cortina que cubría el centro y apareció el nuevo Beato envuelto en millares de luces. Todo el ábside se iluminó con innumerables lamparitas. En el altar resplandecía un magnífico relicario. El inmenso público no pudo frenar su emoción a la vista de Don Bosco en la gloria y prorrumpió en un clamor de aplausos entusiastas, que semejaba el estruendo del trueno bajo las gigantescas bóvedas. Una vez calmado el estruendo, se oía, desde el exterior, el resonar de las grandes campanas de san Pedro, cuyo alegre repique se propagaba de iglesia en iglesia anunciando a toda la Urbe la elevación de Don Bosco al honor de los Beatos. Escribía el Osservatore Romano del día ocho: «Pocas veces ha oído la Basílica Vaticana semejante explosión de viva e impetuosa alegría como la que brotó emocionada de todos corazones, al aparecer la nueva visión, imagen solamente del regocijo de los ángeles y de los justos en torno al Beato, ya en la otra gloria sin fin y celestial».

Mientras tanto había entonado el celebrante el himno de agradecimiento: «¡Te Deum laudamus!» Y un grito de fe y de alegría le respondió, saliendo de miles de gargantas: «¡Te Dominum confitemur!»

Cuando el himno ambrosiano acabó, entonó el diácono, por vez primera, el Ora pro nobis Beate Ioannes y Mons. Valbonesi cantó el Oremus e incensó la reliquia y la imagen. Se colocó después los ornamentos sagrados y empezó la Misa pontifical, celebrada con toda la solemnidad que se admira en la Basílica del Príncipe de los Apóstoles. La Capilla Julia, bajo la dirección del maestro Boezi, interpretó la parte musical. De acuerdo con la costumbre, se hizo una abundante distribución de estampas y vidas del Beato. La función acabó al mediodía.

La riada de gente, que salía por todas las puertas, se mezclaba en los pórticos y formaba un solo grupo, enormemente emocionado. Desde allí se vertía, a manera de rebosante catarata, por la amplia escalinata e iba a inundar la plaza que, en poco rato, pareció el mar movido por el viento. En el centro de la fachada de san Pedro flameaba al aire sobre aquella multitud un anchísimo estandarte. Los peregrinos, al entrar por la mañana en la Basílica, no habían visto qué hacía allí aquello, cubierto por una gran tela, que se quitó después al entonarse el Te Deum.

Se veía a Don Bosco dentro de una aureola luminosa subiendo al cielo. De las nubes que lo rodeaban salían tres ángeles, los cuales le acompañaban con alas desplegadas celebrando la subida. Abajo, a los lados, se levantaban dos iglesias, la del Sagrado Corazón de Jesús, en Roma, y la de María Auxiliadora en Turín, sobre la cual se veía caer un ramito de rosas. En seis pergaminos, en latín, se leía: «Al entrar en el templo, venera a Don Juan Bosco, a quien Pío XI, reinante en la Ciudad Santa, inscribió ritualmente en los fastos de los Beatos. Pídele que libere a la juventud del infernal enemigo y proteja a Italia, que, restituida a Cristo, dé al Rey inmortal el debido honor».


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