Dos milagros que lograron la Beatificación.

Dos fueron los milagros presentados y aprobados para la Beatificación de Don Bosco. Ahora te cuento cuales fueron.

La Hija de María Auxiliadora, sor Provina Negro, cayó enferma el 1905 en Giaveno, donde residía. Tenía 30 años. Los primeros síntomas del mal fueron inapetencia, postración, dolores en la boca del estómago, ardores en la garganta y en el esófago; vinieron después los vómitos, en los cuales devolvía los alimentos mezclados con sangre negruzca. Rápidamente le vino un dolor intenso y habitual al corazón. Por momentos sentía como si un cuchillo se atravesara el corazón. Sobrevinieron a continuación la intolerancia de cualquier bebida e hinchazón del epigastrio. La compresión dactilar transmitía el dolor lancinante y ardiente desde la región epigástrica hasta el dorso. Un dolor agudo, como si una punta de estilete le atravesase el vientre, la despertaba de improviso durante el sueño por breves intervalos. Los doctores Crolle de Giaveno y Forni de Turín diagnosticaron una úlcera ventricular o circular del estómago. La Religiosa permaneció por fin fija en Turín para el tratamiento de su enfermedad.

De día en día se agravaba la enfermedad. El domingo 29 de julio de 1906 fueron a visitarla dos hermanas, le contaron algunas gracias portentosas atribuidas a la intercesión de Don Bosco y la animaron a confiar en él. Cuando se quedó sola, empezó a recordar la confianza con que solía acudir a Don Bosco durante su noviciado y así, de pensamiento en pensamiento, se sintió movida a invocar su auxilio. Había en la mesita de noche un retrato del Siervo de Dios recortado del Boletín Salesiano. A duras penas pudo la enferma alargar la mano y tomar el retrato, que sostuvo unos instantes ante los ojos diciendo: «¡Oh, Don Bosco mira en qué estado me encuentro! La Madre General me ha dicho que a su vuelta de Nizza quiere verme curada; y yo empeoro cada día más. No puedo hacer nada para obedecerla: si queréis que obedezca, ayúdame a curar».

Mientras tanto prometió a Don Bosco que, si curaba, sería más diligente en la observancia de las Reglas.

Terminada la plegaria, hizo con la imagen una especie de píldora con intención de tragarla. El médico le había prohibido tragar cualquier cosa, pero ella se la llevó con fe a la boca y la tragó. Eran las siete y media de la noche. En aquel instante cesó todo dolor: se acabó la pesantez en el estómago y el vientre, se acabaron las dificultades para mover los miembros. Intentó bajar de la cama y lo hizo varias veces sin dificultad. Mas no salió de la habitación. Por la mañana se levantó como todas, pero se quedó en la habitación esperando que la autorizaran para bajar a la capilla. Como no se presentara ninguna religiosa, fue con la enfermera, la cual, sin poder creer lo que veía, la mandó volver a la cama. Obedeció ella y esperó con paciencia la visita del médico, el cual, no solo le permitió que se levantara, sino también que comiera. Pocos días después, Sor Provina tomaba parte en la vida común.

El otro milagro sucedió en Castel San Giovanni, de la zona de Piacenza. En noviembre de 1918, la joven Teresa Callegari, de 23 años, cayó enferma con pulmonía gripal. Hizo el doctor Minoia, que se internase en el hospital y curó de la pulmonía; pero, durante la convalecencia, contrajo una fuerte dolencia en la rodilla izquierda con hinchazón, derrame de líquido articular y anquilosamiento.  Habitualmente le subía la fiebre a treinta y ocho grados. La hinchazón pasó a la rodilla derecha, a las articulaciones de los pies y al brazo. Se adivinaba de aquel modo la poliartritis infecciosa.

Durante seis meses estuvo la enferma condenada a la inmovilidad y con atroces dolores. Se añadieron entonces otras graves complicaciones a la enfermedad articular, como catarro gastrointestinal, molestias vesicales con imposibilidad de orinar, estreñimiento y, en consecuencia, fuertes hemorragias, que postraron más sus fuerzas. Además, unos dolores en la región sacrolumbar que se extendían a los muslos la obligaban a estar siempre en posición supina. Después le apareció una hinchazón del tamaño de una nuez en la parte baja de la espina dorsal a la altura de la tercera vértebra lumbar.

A fines de 1919 se presentaron unas condiciones relativamente mejores; pero la poliartritis, ya crónica en el anquilosamiento de la rodilla izquierda y en la columna vertebral, seguía inmutable.

En enero del año siguiente se recrudecieron violentamente los dolores. Las curas del doctor Miotti le produjeron algún alivio durante los meses del verano; pero, al llegar octubre, iba de mal en peor, con más dificultades para alimentarse, con vómitos, espasmos de estómago y diarreas. En enero de 1921 le acometió un catarro bronquial difuso, enterocolitis crónica rebelde a toda cura y, finalmente, un estado de paralización por la imposibilidad de alimentarse. El caso debía considerarse, a juicio de los médicos, como desesperado.

Así estaban las cosas, cuando una amiga sugirió a la enferma que hiciese una novena a Don Bosco y le animó también a ello la monja que la asistía. Llena de esperanza, habló Teresa de ello al párroco, reverendo Zanelli, el cual le dijo que la comenzara enseguida. Hizo la novena, pero no experimentó ninguna mejoría, por lo que la pobrecita, convencida de que no podía curarse, rogaba a Don Bosco que al menos le concediese tener pronto una buena muerte.

En el mes de julio quiso el reverendo Zanelli que empezara otra novena. El día dieciséis por la noche, octavo de la novena, Teresa se encontraba tan mal, que las Religiosas la creyeron próxima a su fin. A las cuatro de la mañana del día dieciséis, después de una noche de insomnio, al volver la mirada a la parte de la mesita de noche, vio que avanzaba hacia ella un sacerdote, de mediana estatura, con los brazos cruzados, los cabellos negros y rizados y los ojos negros. Le puso una mano sobre la frente y, apoyando la otra sobre la mesita de noche, le preguntó cómo estaba. Ante su exclamación de angustia, le dijo con voz de mando: «¡Levántate!».

Y como ella se excusó por la imposibilidad, él agregó en piamontés: «Búgia le gambe».

La mujer no entendía bien aquel dialecto; pero, al oír «gambe» (piernas) adivinó enseguida el significado de la frase, que quería decir: «Mueve las piernas».

Lo probó sin más, y movió una después la otra libremente y sin dolor; logró también doblar la rodilla. Llamó enseguida a la monja, gritando que estaba curada. La monja, creyendo que enloquecía, acudió corriendo.

Despacio –, le recomendó Teresa – no choque con Don Bosco.

Ante aquellas palabras Don Bosco sonrió. Ella no había visto nunca ningún retrato de Don Bosco; pero, como le rezaba hacía tiempo, no dudó que aquel sacerdote fuera él. Entonces Don Bosco, levantando las manos con las palmas vueltas hacia ella y retrocediendo sonriente, desapareció como por en medio de la niebla.

Todo esto le sucedió estando totalmente despierta y no soñando.  Durante la aparición se le había ido aclarando la vista, antes bastante débil y confusa, de tal modo que, después, distinguía claramente los objetos. Tiró fuera las mantas, bajó de la cama y en cuatro saltos pasó a la habitación vecina de una amiga suya para darle la alegre noticia. Fue después a las monjas que bajaban entonces al pasillo y se dirigían atónitas hacia ella. Las otras enfermas, que no podían creer a sus ojos se acercaban en camisón hasta ella y la tocaban para convencerse de la realidad.

Ciertamente no tenía nada. Al día siguiente lo confirmó el doctor Miotti, tras una minuciosa visita.


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