Sueño acerca del estado de las conciencias.

Año 1860.

Era el 31 de diciembre y tenía que aconsejarles a los jóvenes el “Aguinaldo”, lema o recuerdo para el nuevo año que iba a empezar.

Y en sueños me encontré con el Padre José Caffaso (que había muerto ese año) y le pregunté: “¿Qué consejo o recuerdo les dejo a mis discípulos para este año que va a comenzar?”.

Él me respondió: “Ante todo, que arreglen las cuentas de su conciencia”.

Y luego vi un tribunal compuesto por el Padre Caffaso, por el poeta Silvio Péllico y por el Conde Cays. Y vi que mis discípulos, cada uno con un papel en la mano, pasaban ante el tribunal para presentar las cuentas de su conciencia.

Los que presentaban las cuentas bien arregladas eran aprobados y se iban al patio a jugar muy contentos.

A quienes tenían pecados sin perdonar, los señores del tribunal les rechazaban sus cuentas y se las devolvían, porque no se les podían aceptar así. Y salían muy tristes y angustiados.

Vi a unos que pasaban a presentar cuentas ante el tribunal. Le pregunté al Padre Caffaso quiénes eran ellos y me respondió: “Son los que no tienen obras buenas para que se les paguen. Dígales que se apresuren a hacer obras para el cielo, porque al árbol que no produce frutos se le corta y se le echa al fuego” (Mt 3, 10)

Salí al patio y vi que los jóvenes que tenían bien las cuentas de su conciencia jugaban felices y se sentían satisfechos como príncipes. En cambio, otros jóvenes no sentían alegría. Y unos de éstos tenían una venda en los ojos (para no reconocer la fealdad del pecado y la necesidad de vivir en gracia de Dios) y otros tenían la cabeza llena de humo negro.

Y allá en un rincón del patio vi una escena que me llenó de angustia: un joven estirado en el suelo, pálido como un muerto (¿tenía muerta el alma por el pecado?). Unos con los ojos muy enfermos (¿malas miradas?), otros con la lengua enferma (¿malas conversaciones?) y algunos muy enfermos de los oídos (¿sordos para oír lo bueno, atentos para escuchar lo malo?). Todos ellos tenían sus sentidos roídos por gusanos. Uno tenía la lengua totalmente podrida, otro con la boca lleva de fango hediondo y un tercero con la garganta tan maloliente que no se le podía uno acercar (¿de qué hablarán?). Alguno tenía el corazón carcomido y podrido, débil y corrompido (ya se puede uno imaginar los malos y corrompidos que serán sus afectos).

Había algunos como cadáveres en descomposición (destruidos por los vicios) y otros tan enfermos que parecían un hospital (¡así de enferma está su alma!). Yo estaba viendo la conciencia de cada uno.

Me acerqué a uno de esos pobrecitos y le pregunté:

– Pero ¿qué es lo que te ha sucedido? ¿Por qué estás así de mal?
– Es que estoy cosechando el fruto de mis malas obras. “Cada uno cosecha lo que ha cultivado. El que cultiva corrupción, cosecha maldades” (Gal 6, 7)

Y lo mismo me respondieron varios más. Yo veía el estado de cada alma tan claramente, que, si alguno se me acerca ahora, puedo decirle cómo está su conciencia.

Luego fui llevado a un enorme salón, adornado con roo y plata, y lleno de lámparas maravillosas que producían una luz tan bella como uno no puede imaginar. Y en la mitad del salón había una inmensa mesa con los alimentos más exquisitos que una persona puede desear. Yo al ver semejante cantidad de alimentos tan sabrosos dispuse salir a llamar a mis discípulos para que entraran a comer, pero el Padre Caffaso me dijo:

– Un momento: de esta mesa no pueden participar sino los que tienen la conciencia en paz. Los que han arreglado las cuentas de su conciencia.

Yo fui a llamar a los que estaban con la conciencia purificada de pecados, y la mesa se llenó de comensales que demostraban inmensa alegría y satisfacción.

Supliqué luego que también otros de mis discípulos pudieran entrar a participar de tan rico banquete y me fue dicho: “Solo los que están sanos del alma pueden participar del banquete del cielo. Los que tienen el alma enferma tienen que aguardar a ser curados”.

Y yo veía que los que participaban de aquella mesa se sentían inmensamente felices y contentos. Pero los que tenían el alma enferma y manchada estaban allá en un rincón llenos de profunda tristeza. Los que tenían el corazón carcomido sufrían de una gran melancolía. A ninguno de los que tenían el alma manchada se le dejaba acercarse a la mesa de las delicias. Oh, y allí entre esos entristecidos con manchas en el alma veía claramente a muchos de mis discípulos. Yo le pregunté al Padre Caffaso:

– ¿Qué remedio me aconseja para que estos jóvenes tengan el alma sana?
– Estar alerta y vigilar. “Vigilar y orar para no caer en tentación, porque el espíritu está pronto, pero el cuerpo es débil” (Mt 26, 41). “Estar alerta porque el enemigo, el diablo anda dando vueltas como un león, buscando a quien devorar” (S. Pedro 1pP. 58).

Y al decir estas palabras, el Padre Caffaso y sus compañeros desaparecieron, y yo me desperté, y me encontré sentado en la cama, temblando de frío.

Yo termino recomendando que todos purifiquen su alma con una buena confesión, y que reciban frecuentemente y con mucha devoción la Sagrada Comunión.

Nota.

El tribunal estaba compuesto por tres amigos de Don Bosco: el Padre Caffaso, su santo confesor y gran maestro de espiritualidad. El examinaba acerca de las prácticas de piedad y acerca de la moralidad. El poeta Silvio Péllico, que examinaba cómo había sido el cumplimiento de cada uno de sus deberes de estudiante. El Conde Cays, senador, examinaba la disciplina y el buen comportamiento y la obediencia de cada cual.

Los jóvenes fueron acercándose en esos días a Don Bosco y él les informaba si los había visto con el alma sana, y sentados a la mesa del banquete del cielo, o si en cambio había observado que estaban enfermos de los ojos, de los oídos, o del corazón, o hechos unos cadáveres por medio del pecado mortal. Algunos lloraban al sentir que la descripción que les hacía el santo al contarles cómo los había visto en el sueño, era un retrato exacto del estado en que se encontraba su alma.

Sería interesante saber en cuál de estos grupos estará cada uno de nosotros.

El Padre Rufino dejó escrita una Crónica de lo que sucedía aquel año, y allí dice que el efecto de aquel sueño fue inmensamente provechoso para los discípulos de Don Bosco. Que cada día se le acercaban muchos de ellos a preguntarle en qué estado los había visto. Y que un grupo bastante numeroso de jóvenes que hasta aquel día no habían querido arreglar los asuntos de su alma con una buena confesión, empezaron a frecuentar el confesionario con mucho arrepentimiento.

Don Bosco sentía la alegría de comprobar que la narración del sueño de las conciencias estaba haciendo mayor bien que una tanda de Retiros Espirituales.

A los dos días al bajar Don Bosco por las escaleras se encontró con un joven y le dijo: “¿Cuándo te confesarás de tal pecado… que nunca te has atrevido a confesar?”.

El muchacho se echó a llorar. Nunca en su vida se había atrevido a confesar ese pecado. Y fue enseguida y se confesó y quedó en paz.

La Crónica del Oratorio sigue diciendo: “Muchos jóvenes se han echado a llorar cuando Don Bosco les ha dicho en qué estado lamentable los vio en el sueño. Los alumnos de los talleres han ido en su mayoría a hacer una confesión general de toda su vida.

Los alumnos le pidieron a Don Bosco en el patio, en el recreo, que les diera más explicaciones del sueño y el añadió: “En ese sueño aprendí más que si hubiera leído varios libros. Los que tienen humo en la cabeza son los que se dejan llevar por el orgullo y el amor propio. De algunos que estaban con el corazón corroído, me fue dicho que son los que tienen el corazón lleno de antipatías, de rencores y de odios, o de envidias. El corazón de algunos estaba lleno de tierra y me fue dicho que son los que viven muy apegados a los bienes de este mundo y a los placeres sensuales”.

También añadió: “Vi a unos con el corazón vacío: son los que no hacen obras malas, pero tampoco hacen obras buenas y poco rezan con fervor.”

Después en otra charla de buenas noches les dijo: “He pasado horas muy angustiosas pensando en algo que me llena de horror: el número tan crecido de discípulos míos que viven con la conciencia tan desordenada y con el alma tan manchada. Al recordar a los que vi tendidos por el suelo como cadáveres y cubiertos de llagas asquerosas, he sentido una tristeza muy profunda. Algunos ya arreglaron los asuntos de su conciencia. Y los otros, ¿por qué no lo hacen?”. Y se echó a llorar. Varios alumnos empezaron a llorar también, y las palabras del santo consiguieron el buen efecto deseado.


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