Dialogando con lo invisible

Un día entró Don Bosco en la capilla y oyó un diálogo. Era Domingo que decía: “Sí, Dios mío, yo os amo mucho. Sí, oh, Señor, yo os lo repito: os quiero amar hasta la muerte. Oh, mi Dios: si ves que voy a ofenderte haz que yo me muera antes que cometer un pecado. Sí, oh, Señor: antes morir que pecar”. El sacerdote le preguntó qué eran esos diálogos y él con la mayor sencillez le respondió: “Es que cuando me pongo a rezar empiezo a ver cosas tan bellas, que el tiempo se me pasa sin darme cuenta. ¡Oh, qué maravillas tiene Dios reservadas para los que lo aman!”.

Un día Don Bosco explicaba a un grupo de jóvenes en el recreo aquella frase de Jesús: “Dichosos los puros de corazón porque ellos verán a Dios”, y les decía que cuanto más pura sea una persona en esta vida mucho más cerca estará de Dios por toda la eternidad. Domingo se llenó de emoción, sus ojos brillaban de alegría, su rostro estaba sonrosado como quien recibe la más bella de las felicitaciones, y se quedó inmóvil, casi desmayado. Los compañeros tuvieron que apoyarlo sobre sus brazos, porque estaba totalmente fuera de sí, del entusiasmo ante la noticia de que un día iba a estar muy cerca de Dios, amándolo para siempre.

Él no podía repetir con San Pablo: “Nuestro pensamiento vive ya en el cielo”. En él se cumplían aquellas palabras de Jesús: “Te bendigo, Padre Celestial, porque has revelado tus secretos no a los grandes y sabios, sino a los pequeñuelos y humildes”.


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