Año 1847.
Un día del año 1847, después de haber meditado mucho acerca de la manera de hacer el bien a la juventud, se me apareció la Reina del Cielo y me llevó a un jardín encantador. Había un largo pasadizo lleno de rosas. Enredaderas cargadas de hojas y de flores envolvían y adornaban las columnas, trepando hacia arriba, y se entrecruzaban formando un gracioso toldo. Después del pasadizo había un camino hermoso sobre el cual, a todo el alcance de la mirada, se extendía un jardín colgante encantador, rodeado y cubierto de maravillosos rosales en plena floración. Todo el suelo estaba cubierto de rosas. La bienaventurada Virgen María me dijo:
─ Quítate los zapatos.
Y cuando me lo hube quitado, agregó:
─ Échate a andar bajo el jardín colgante: es el camino que debes seguir.
Me gustó quitarme los zapatos: me hubiera dado lástima pisar aquellas rosas tan hermosas. Empecé a andar y advertí enseguida que las rosas escondían agudísimas espinas que hacían sangrar mis pies. Así que me tuve que detener a los pocos pasos y volverme atrás.
─ Aquí hacen falta los zapatos ─ dije a mi guía.
─ Ciertamente ─ me respondió ─; hacen falta buenos zapatos.
Me calcé y me puse de nuevo en camino con cierto número de compañeros que aparecieron en aquel momento, pidiendo caminar conmigo.
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Ellos me seguían bajo el jardín colgante, que era de una hermosura increíble. Pero, según avanzábamos, el pasadizo se hacía más estrecho y bajo. Colgaban muchas ramas de lo alto y volvían a levantarse como estacas afiladas; otras caían perpendicularmente sobre el camino. De los troncos de los rosales salían ramas que, avanzaban horizontalmente de acá para allá; otras, formando un tupido cercado, invadían una parte del camino; algunas colgaban a poca altura del suelo. Todas estaban cubiertas de rosas y yo no veía más que rosas por todas partes: rosas por encima, rosas a los lados, rosas bajo mis pies.
Yo, aunque experimentaba agudos dolores en los pies y hacía contorsiones, tocaba las rosas de una y otra parte y sentí que todavía hacía espinas más punzantes escondidas por debajo. Pero seguí caminando. Mis pies se enredaban en los mismos ramos extendidos por el suelo y se llenaban de rasguños; movía un tramo transversal, que me impedía el paso, o me agachaba para esquivarlo y me pinchaba, me sangraban las manos y toda mi persona. Todas las rosas escondían una enorme cantidad de espinas. A pesar de todo, animado por la Virgen, proseguí mi camino. De vez en cuando, sin embargo, recibía pinchazos más punzantes que me producían dolores muy agudos.
Los que me miraban, y era muchísimos, y me veían caminar bajo aquel jardín colgante, decían: “¡Don Bosco marcha siempre entre rosas! ¡En todo le va bien!”. No veían cómo las espinas herían mi pobre cuerpo.
Muchos seminaristas, sacerdotes y seglares, invitados por mí, se habían dedicado a seguirme alegres, por la belleza de las flores; pero al darse cuenta de que hacía que caminar sobre las espinas y que éstas pinchaban por todas partes, empezaron a gritar: “¡Nos hemos equivocado!”. Yo les respondí:
─ El que quiera caminar deliciosamente sobre rosas, sin sufrir nada, vuélvase atrás y síganme los demás.
Muchos se volvieron atrás. Después de un buen trecho de camino, me volví para echar un vistazo a mis compañeros. Qué pena tuve al ver que unos habían desaparecido y otros me volvían las espaldas y se alejaban. Volví yo también hacia atrás para llamarlos, pero fue inútil; ni siquiera me escuchaban. Entonces me eché a llorar; ¿Es posible que tenga que andar este camino yo solo?
Pero pronto hallé consuelo. Vi llegar hacia mí un gran número de sacerdotes, clérigos y seglares, los cuales me dijeron: “Somos tuyos, estamos dispuestos a seguirte.” Poniéndome a la cabeza de ese grupo reemprendí el camino. Solamente algunos se desanimaron y se detuvieron. Una gran parte de ellos llegó conmigo hasta la meta.
Después de pasar el espinoso rosal, me encontré en un hermosísimo jardín. Mis pocos seguidores habían enflaquecido, estaban pálidos y ensangrentados. Se levantó entonces una brisa ligera y, a su soplo, todos quedaron sanos. Corrió otro viento y, como por encanto, me encontré rodeado de un número inmenso de jóvenes y clérigos, seglares, coadjutores y también sacerdotes que se pusieron a trabajar conmigo guiando a aquellos jóvenes. Conocí a varios por la fisonomía, pero a muchos no.
Mientras tanto, habiendo llegado a un sitio elevado del jardín, me encontré frente a un edificio monumental, sorprendente por la magnificencia de su arte. Atravesé el umbral y entré en una sala espaciosísima cuya riqueza no podía igualar ningún palacio del mundo. Toda ella estaba cubierta y adornada por rosas fresquísimas y sin espinas que exhalaban un suavísimo aroma. Entonces la Santísima Virgen que había sido mi guía, me preguntó:
─ ¿Sabes qué significa lo que ahora ves y lo que has visto antes?
─ No ─ le respondí ─; os ruego que me lo expliquéis.
─ Has de saber, que el camino por ti recorrido, entre rosas y espinas, significa el trabajo que deberás realizar en favor de los jóvenes. Tendrás que andar con los zapatos de la mortificación. Las espinas del suelo significan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías humanas, que distraen al educador de su verdadero fin, y lo hieren, y lo detienen en su misión, impidiéndole caminar y obtener coronas para la vida eterna. Las rosas son símbolos de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y el de todos tus colaboradores. Las otras espinas significan las dificultades, los sufrimientos, los disgustos que os esperan. Pero no perdáis el ánimo. Con la caridad y la mortificación, lo superaréis todo y llegaréis a las rosas sin espinas.
Apenas terminó de hablar la Madre de Dios, me desperté y me encontré en mi habitación.
Observaciones.
Tenido en 1847, narrado por el santo en 1864 en una conferencia dada después de las oraciones de la noche a los que ya pertenecían a la Congregación Salesiana. El sueño se repitió en 1848 y 1856. Antes de narrar el sueño les dijo: “Este es un mensaje que nos dio la Santísima Virgen”. Y después de haberlo contado, añadió: “Los que se desanimaron al sentir las espinas, fueron mis primeros colaboradores. Los que me siguieron son los salesianos y los que colaboran con nuestras obras de educación, a los cuales les esperan grandes premios y ayudas del cielo”.
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