Entre juegos inicia su misión.

Mamá Margarita se esforzó por dar una cristiana educación a sus hijos: agradecer a Dios en la mañana y en la noche, ser respetuosos con todos, rezar diariamente, aprender el catecismo y, también, ocupar su tiempo en algún oficio.

Juanito tenía apenas cuatro años cuando aprendió a deshilachar las varas de cáñamo. Luego de terminar su trabajo, redondeaba trozos de madera para hacer pequeñas bolas y arreglaba un pal de palos para hacer el juego de la “galla”. Este juego es una versión primitiva de lo que conocemos hoy en día como béisbol, uno de los jugadores tiraba la pelota pegándole con la vara y el otro la devuelve de rebote con su respectivo palo, sin que la bola toque el suelo.

Juan era muy feliz jugando con sus amigos; pero no faltaban las disputas y riñas, muy comunes en reuniones de niños. En esos momentos, él tomaba el papel de pacificador, interviniendo para calmar los ánimos.

En otras ocasiones, la bola, manejada por aquellos inexpertos e imprudentes, iba a herirle en la cabeza o en la cara y, al sentir el dolor, Juanito corría en busca de su madre para que lo curara. La buena Margarita, al verlo en aquel estado, le decía:

─ ¿Es posible? Todos los días me haces alguna trastada. ¿Para qué vas con esos compañeros tuyos? ¿No ves que son malos?

─ Por eso voy con ellos; cuando estoy yo, no se alborotan, tratan de ser mejores… no dicen ciertas palabras.

─ Pero, mientras tanto, vienes a casa descalabrado.

─ Sólo ha sido mala suerte.

─ ¡Sí, es verdad! Pero no vayas más con ellos.

─ Mamá…

─ ¿Me has entendido?

─ Si es para darte gusto, no volveré ─ respondió Juan resignado ─ pero si estoy yo con ellos, hacen lo que yo quiero y no se pelean.

─ Está bien, ya veo que volverás más veces a que te cure; pero ten mucho cuidado ─ concluía Margarita apretando los dientes y moviendo ligeramente la cabeza ─ mira que son malos, muy malos.

Y Juanito, sin moverse, aguardaba la última palabra de su madre, quien, después de pensarlo un momento, como si temiera impedir algo bueno decía: “Bueno, vete con ellos”.

Resultaba sorprendente los razonamientos de un niño tan pequeño. Ya entonces se imaginaba estar en medio de numerosos niños, que vivían con él, a quienes podía persuadir para que se hicieran buenos y buscaran agradar a Dios. Para Juan, aquella era la única felicidad posible en la tierra. Prevenido por la gracia divina, sin saberlo estaba anhelando su misión futura, teniendo siempre en el corazón el santo temor de Dios; aun siendo tan pequeño, él ya comenzaba a trabajar en la que sería su misión hasta el último día de su vida.


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