Un premio al volver del mercado.

Cada jueves, mamá Margarita se veía obligada a ir al mercado a vender los productos del campo o del gallinero, o para comprar tela, prendas y todo lo requerido para satisfacer las necesidades de la familia. Pero, antes de salir, además de darle a sus hijos los avisos oportunos, no dejaba de recomendar a la abuela que no los perdiera de vista.

Los muchachos, cuidadosos de no hacer nada que pudiese disgustar a su madre, esperaban con ansias su regreso, tanto más que siempre les prometía traerles como regalo un pan bendito. Era tanta su emoción, que desde lo alto de la colina se ponían a mirar como vigías y, cuando su madre, cansada, sudorosa, cubierta de polvo, aparecía al fondo del sendero que subía hasta la casa, salían corriendo a su encuentro.

¡El pan bendito! ¡el pan bendito!

¡Cuánta prisa! — respondía Margarita — ¡Qué impaciencia! Esperen un momento; tengan calma; déjenme llegar hasta la casa y descargar la cesta; déjenme respirar un poco.

Pero ellos, correteando, la seguían hasta la cocina. Allí mamá Margarita se sentaba y, rodeada por los chicos, sacaba de la cesta el pan bendito.

¡A mí! ¡a mí!

Calladitos — respondía la madre — les daré el pan bendito, pero antes necesito saber que habéis hecho durante el día.

Atentamente, todos guardaban silencio para poner toda su atención a las preguntas de su madre. Uno a uno, ella indagaba lo que habían hecho durante su ausencia, si habían cumplido con las obligaciones que les había asignado antes de marcharse o las que la abuela les haya pedido. Muy atenta escuchaba lo que tenían que decir cada uno de sus hijos y luego de algunas oportunas observaciones o elogios merecidos, les entregaba en premio un trozo de pan bendito.


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