Todo comienza con una estufa.

Don Bosco era un sacerdote oriundo de Castelnuovo, en el norte de Italia. En los barrios bajos de Turín, la capital del Piamonte, entre las barracas de las gentes pobres, había abierta una casa de acogida para los muchachos emigrantes a la gran ciudad. Al principio eso parecía una reunión de gamberros, y los policías, fusil al hombro, paseaban alrededor con aire suspicaz.

Pero pronto Turín comprendió y habló con más consideración de los niños de Don Bosco. Cuando se juntaban en una iglesia de la ciudad, oraban y cantaban de corazón. Y poco a poco el rumor se extendió que, en esas paredes pobres y esos cursos ruidosos y alegres, Don Bosco había abierto un seminario. En efecto, los sacerdotes de los alrededores le enviaban muchachos pobres que no podían, por falta de medios financieros, frecuentar el seminario oficial. Don Bosco había abierto para ellos una escuela.

El encuentro de Don Bosco y de Domingo Savio fue ocasionado por una estufa grande y vieja. He aquí como sucedió.

Domingo frecuentaba la escuela elemental de Mondonio. Su maestro era Don Cugliero, un decidido sacerdote que, según las costumbres de su época, llevaba a sus muchachos a base del palo y alguna bofetada. Durante los duros días de invierno la escuela era ahumada y calentada por una gran estufa.

Un día que Don Cugliero llegaba con retraso y nevaba, dos traviesos muchachos después de ponerse de acuerdo en voz baja, salen de la sala. Vuelven algunos instantes más tarde con dos bloques de nieve y sin que se pueda preverlo, lo echan en la estufa. Se produce una gran humareda y el agua que sale de la estufa comienza a invadir la sala.

En estos momentos, llega Don Cugliero; ve el agua salir de la estufa. Se acerca con aire severo, levanta la tapadera y se vuelve furioso hacia sus discípulos.

― ¿Quién ha hecho esto?

Los dos culpables se miran asustados. Si alguien sopla su nombre, serían echados seguramente de la escuela. ¿Cómo hacer? De golpe deciden echar la culpa a otro. Con rapidez se levanta uno de ellos y señala con el dedo a Domingo.

― ¡Es él! El otro confirma con seguridad.

― ¡Sí!, es él.

El maestro cae de las nubes; su rostro se vuelve serio y triste.

― ¿Domingo, tú? Nunca lo habría imaginado.

Domingo se levanta de golpe, el rostro rojo de vergüenza y de cólera. Mira a su alrededor. ¿Cómo?, nadie puede tomar su defensa y, sin embargo, todos lo han visto.

Nadie tiene el valor de testimoniar por él, porque ambos culpables son mayores y amenazadores. El maestro continúa.

― Por suerte, es la primera vez, de otro modo te echaría de la escuela.

Domingo baja la cabeza, aprieta los puños. Siente que sus ojos se llenan de lágrimas. Bastaría una palabra y los auténticos culpables serían descubiertos. Pero el maestro ha dicho: si no hubiera sido la primera vez, ¡despedido!

Él no quiere que sus compañeros sean expulsados. Prefiere sufrir en silencio. El maestro continúa la reprimenda y le deja castigado. Toda la clase mantiene el aliento. Y la clase continúa hasta la tarde. Sin embargo, después de la clase, uno de los que había visto el complot, no pudo más. No se trata de hacer allí de soplón, pero es hermosa y buena una cuesta de justicia. Cuando todos sus compañeros han salido, se acerca a Don Cugliero y le cuenta todo.

El sacerdote cae de las nubes una segunda vez.

― ¿Pero entonces, por qué? Él podía haber hablado, podía haberlo dicho.

Al día siguiente, apenado de haber castigado a un inocente, se acerca a Domingo.

― ¿Por qué no has dicho que no eras tú?

― Eso no tiene importancia. He pensado que abrían sido echados y yo no lo quería. Yo, por el contrario, esperaba se me perdonara, y además he pensado en Jesús. ¡Él también fue acusado injustamente y no dijo nada!

Don Cugliero se calló. Pero de verdad tal muchacho merecía que se interesara por él. Uno de los grandes deseos de Domingo era ser sacerdote. Don Cugliero se dice así mismo: «¡Iré a ver a Don Bosco!»

En cuanto tiene un momento libre sale para Turín. Don Bosco le ve llegar: corre hacia él y le abraza. Eran viejos amigos de seminario.

― ¡Mi viejo!, qué placer verte de nuevo. ¿Qué te trae por estos parajes?

― He venido a ver qué haces con estos muchachos, y también he venido para hacerte un magnífico regalo.

― ¿Qué clase de regalo?

― Me han dicho que, entre tus muchachos, aceptas también en tu escuela a muchachos inteligentes que desean ser sacerdotes. Así pues, he pensado enviarte un muchacho. Es de Mondonio. Se llama Domingo Savio. No tiene buena salud, pero por su formalidad y piedad, estoy decidido a apostarte que jamás has encontrado un muchacho igual: un verdadero San Luis.

― ¡Tú exageras! De todos modos, no habrá dificultades. Iré a Castelnuovo con mis muchachos en octubre para la fiesta del Rosario. Haz que me encuentre a tu Domingo y su padre. Hablaremos y veremos de qué paño está hecho.


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