Ocho minutos para una página.

En el pequeño patio, delante de la casa del hermano de Don Bosco tiene lugar el primer encuentro. Don Bosco quedó impresionado. Recuerda los mínimos detalles, cómo se había registrado la escena.

Era el primer lunes de octubre, temprano, y veo llegar a un muchacho, acompañado de su padre: se acercan para hablarme. El muchacho tiene el rostro alegre, el aire sonriente, pero respetuoso. Me vuelvo hacia él y le dijo:

― ¿Quién eres?, ¿de dónde vienes?

― Soy Domingo Savio, de quien os ha hablado Don Cugliero y venimos de Mondonio.

Entonces le tomó aparte. Me informó de sus estudios, de su modo de vivir. Muy pronto se rompe el hielo y yo hablo con confianza con él y él conmigo.

Descubrí en este muchacho un alma animada por el espíritu del Señor y quedé sorprendido viendo el trabajo que la gracia divina ya había obrado a su edad. Después de una conversación bastante larga, antes de llamar a su padre, me dijo estas precisas palabras:

― Y bien, ¿qué piensa ud? ¿Me llevará a Turín para estudiar?

― Me parece que eres un buen paño para hacer un vestido para el Señor.

―Pues yo soy la tela y usted será sastre. Me tomará usted y hará un vestido hermoso para el Señor.

― Tengo miedo que tu salud no resista los estudios.

― No tenga miedo. El Señor me ha dado hasta ahora salud y gracia, y me ayudará también en el porvenir.

― Pero cuando hayas acabado tus estudios de latín, ¿qué quieres hacer?

― Si el Señor me concede esta gracia, deseo ardientemente ser sacerdote.

― Bien. Ahora veré si tienes las capacidades requeridas para los estudios. Toma este pequeño libro (era un fascículo de las lecturas católicas). Hoy estudiarás esta página y mañana vendrás a recitarla.

Dicho esto, le dejé marchar con los otros muchachos y hablé con su padre. Apenas ocho minutos más tarde, Domingo se adelanta y me dice: «Si quiere, le recito la página».

Tomé el folleto, y comprobé con sorpresa, no solamente que sabía la página solicitada, sino que comprendía muy bien el sentido de las palabras que contenía.

― Muy bien ― le dije ―tú has adelantado el estudio de la lección, y yo adelanto mi respuesta. Sí, te llevaré a Turín y estarás entre mis queridos muchachos. Ruego contigo al Señor para que nos ayude a hacer su verdadera voluntad.

No sabiendo cómo expresarme su gozo y su reconocimiento me tomó la mano, la apretó diciendo: «Espero no tenga jamás que lamentarse de mi conducta».


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