La última hora de vida de Domingo Savio

09 de marzo de 1857 | Comunicación Social PES
Fuente: Libro: «Vida del joven Domingo Savio alumno del Oratorio de San Francisco de Sales» de san Juan Bosco. Quinta Edición. Turín, 1878.

9:00 p.m.

Domingo recibió la última visita del párroco, el cual, viéndolo con tanta tranquilidad, y oyéndole encomendarse a Dios con tanta devoción, exclamó: «¿Qué más se le puede decir a un joven así para que se prepare a la muerte? Está perfectamente preparado para partir a la eternidad».

Padre – le dijo Domingo – ¿antes de partir quiere dejarme algún recuerdo?
El recuerdo que te dejo es: que pienses en la Pasión y Muerte de Jesucristo.
Sí, padre: que la Pasión de Jesucristo esté siempre en mi corazón, en mi mente y en mi boca. ¡Gracias a Dios! Jesús, José y María: expire en vuestros brazos y en paz el alma mía.

9:30 p.m.

Domingo llama a su papá a la habitación.

– Aquí estoy hijo mío, ¿qué necesitas?
– Papá, ha llegado la hora. ¿Quiere leerme las oraciones de los agonizantes?

La mamá sale llorando inconsolable. El papá siente que el corazón se le parte de dolor, y las lágrimas ahogan su voz. Sin embargo, tomó ánimos y empezó a leerle con toda devoción: «Señor, cuando mis ojos se nublen por la cercanía de la muerte: Jesús misericordioso tened compasión de mí. Cuando mis oídos prontos a cerrarse para siempre oigan por última vez la voz de la oración: Jesús misericordioso, tened compasión de mí. Cuando mis labios fríos ante la cercanía de la muerte pronuncien por última vez vuestro adorable nombre: Jesús misericordioso, tened compasión de mí…».

Y cuando el papá llegó a aquella última oración que dice: «Finalmente, cuando mi alma comparezca ante Vos, y vea por primera vez el esplendor de vuestra majestad, dignaos recibirme para que cante eternamente vuestras misericordias», Domingo exclamó: «Sí, que felicidad, cantar eternamente las misericordias del Señor». Se quedó un ratico en silencio.

10:00 p.m.

Domingo, con una serenidad indescriptible exclamó: «Adiós, papá, adiós: el señor Cura quería decirme más cosas, pero yo no las puedo recordar. ¡Oh, qué cosas más hermosas veo!».

Y diciendo esto, con el rostro lleno de bondad, y con las manos cruzadas sobre el pecho, expiró suavemente como quien queda descansando en dulce sueño. Era el 9 de marzo de 1857. Dentro de unos pocos días iba a cumplir 15 años.

Fue un joven en el cual se cumplió la gran noticia de Jesús: «Alegraos, porque vuestro nombre está escrito en el Reino de los Cielos».


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