El 23 de diciembre de 1887, más o menos al mediodía, sintiéndose bien mal y sin poder retener nada en el estómago, Don Bosco le dijo al secretario:
– Procura que, además de vos, esté aquí otro sacerdote. Necesito que haya uno listo para administrarme los Santos Óleos.
– Don Bosco —le respondió—, Don Miguel Rúa siempre está en el cuarto de al lado. Además, usted no está tan grave como para hablar así.
– Se sabe —replicó Don Bosco—, ¿ya se sabe aquí en la casa que estoy tan mal?
– Sí, Don Bosco. No solo aquí; también en las demás casas, y ahora en todo el mundo, y todos rezan por usted.
– ¿Para que yo me cure?… ¡Yo ya me voy para la eternidad!

A todos los que se le acercaban, les daba recuerdos, como quien ya se está despidiendo para siempre. A Don Juan Bonetti, Catequista General, le dijo, apretándole la mano:
– Sé siempre un fuerte sostén de Don Miguel Rúa.
Y más tarde, al secretario, añadió:
– Hacé que todo esté preparado para el Santo Viático. Somos cristianos y debemos ofrecerle a Dios, con buena voluntad, la propia existencia.
Fuente: Lemoyne, J. B. (s.f.). Memorias biográficas de San Juan Bosco (Vol. 18, p. 423). Central Catequística Salesiana.
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