El 17 de diciembre de 1887 empezó a notarse que Don Bosco había perdido casi todas sus fuerzas. Era sábado y, como siempre, hacia las cuatro de la tarde, solía confesar a los muchachos de los cursos superiores. Ese día, un grupo de unos treinta patojos esperaba afuera, brincando y jugando mientras el secretario los dejaba pasar.
El clérigo Festa se asomó y les dijo que mejor no molestaran a Don Bosco, porque estaba muy mal. Pero los muchachos no se movieron. Entonces Festa entró a decírselo a Don Bosco, quien al principio contestó que no se sentía capaz de hacer ese esfuerzo. Después de un momento de silencio añadió: «¡Con todo, es la última vez que podré confesarlos!».

Festa trató de disuadirlo: «Tiene fiebre, le cuesta respirar…». Pero Don Bosco, con ternura, repitió: «Sin embargo, ¡es la última vez! Diles que pasen».
Los patojos entraron y Don Bosco los confesó a todos. Fueron, de hecho, las últimas confesiones a alumnos que escuchó. Decimos “muchachos”, porque el 19 de diciembre todavía confesó a don Joaquín Berto, a quien le dio por penitencia recitar frecuentemente la jaculatoria: «¡Oh, María, sé mi salvación!».
Fuente: Lemoyne, J. B. (s.f.). Memorias biográficas de San Juan Bosco (Vol. 18, p. 416). Central Catequística Salesiana.
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