A todas las penas que ya cargaba, se le sumó otra más a Don Bosco: el miedo de no poder seguir celebrando la misa por mucho tiempo. Se le notaba sufrir al hacerlo; pronunciaba las palabras con esfuerzo y con una vocecita casi apagada, interrumpida por la emoción que lo desbordaba.
Le faltaban tantas fuerzas que ya no podía decir el Dominus vobiscum. Durante la comunión de los fieles, se sentaba mientras otro sacerdote repartía la Eucaristía, y otro se encargaba de rezar las tres avemarías y las oraciones finales, que él solo acompañaba en su mente.

El 3 de diciembre, después de una noche terrible, no pudo celebrar, pero sí asistió a la misa que celebró su secretario y comulgó. Cuando llegó el Ecce Agnus Dei, no pudo contener las lágrimas.
Aún logró celebrar los días 4 y 6; quiso intentarlo nuevamente el domingo 11 (año 1887) y, con gran esfuerzo, logró llegar hasta el final, en su capilla privada junto a su dormitorio.
Fuente: Lemoyne, J. B. (s.f.). Memorias biográficas de San Juan Bosco (Vol. 13, p. 410). Central Catequística Salesiana.
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