La consagración a la Virgen Inmaculada

Corría el año 1854 y en todo el mundo cristiano había como un gran «revuelo espiritual», porque en Roma estaban por definir el dogma de la Inmaculada Concepción de María. En el Oratorio de Don Bosco hacían todo lo que podían – según sus posibilidades – para celebrar esta fiesta con buen porte y que ayudara de verdad a los patojos a crecer espiritualmente.

Domingo era de los más pilas y entusiasmados; estaba que ardía por vivir este momento de una manera bien santa. Así que escribió nueve «florecillas», o sea, nueve actos de virtud, con la idea de practicar uno cada día, escogido al azar. E hizo con gran consuelo de su alma una confesión general, y comulgó con un recogimiento profundo, de esos que de verdad tocan el corazón.

Ya en la tarde de ese 8 de diciembre, cuando terminaron las celebraciones, fue —por consejo de su confesor— a ponerse delante del altar de María. Ahí renovó las promesas de su primera comunión y repitió varias veces aquellas palabras: «María, te doy mi corazón; hacé que sea siempre tuyo. Jesús y María, sean siempre mis amigos; pero, por su amor, permitan que prefiera morir mil veces antes que cometer un solo pecado».

Y así, sin tantas vueltas, se consagró a la Virgen Santísima y la tomó como su apoyo seguro, como el pilar que iba a sostener su piedad y su fuerza en la lucha por alcanzar la santidad.

Fuente: Bosco, G. (1878). Vida del joven Domingo Savio, alumno del Oratorio de San Francisco de Sales (5.ª ed.). Turín.


Descubre más desde Parroquia El Espíritu Santo

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.