Un sábado de diciembre, por ahí el día 6 de 1862, Don Bosco terminó de confesar a los patojos como a las once de la noche y bajó a cenar al comedor que estaba junto a la cocina. Venía bien pensativo. Sólo el clérigo Albera estaba con él.
De repente, Don Bosco empezó a decirle: «He confesado tanto que, la verdad, ya ni sé qué dije o qué hice. Tenía una idea que no me dejaba en paz y me tenía re inquieto. Yo pensaba: nuestra iglesia ya se quedó chiquita, no alcanzan todos los muchachos y están ahí amontonados. Así que vamos a hacer otra más bonita y más grande, que sea una chulada. Le vamos a poner por nombre: Iglesia de María Auxiliadora. No tengo ni un centavo, no sé de dónde voy a sacar el dinero, pero eso no importa. Si Dios la quiere, se va a hacer. Yo le voy a entrar y, si no se arma, que la vergüenza del fracaso sea toda para don Bosco. Que diga la gente: Coepit aedificare et non potuit consummare (Empezó a edificar y no pudo terminar)».
El clérigo Albera se guardó esa confidencia, pero no por mucho tiempo, porque en 1863 le dijo don Víctor Alasonatti, que le ayudaba como secretario: «¿Sabés una cosa? Don Bosco me contó que quiere levantar una gran iglesia. Y ya empezó a trabajar en eso. Aquí tengo una petición de ayuda que quiere enviar al gran Maestre de la Orden de San Mauricio y San Lázaro para esta obra. Echame la mano copiándola».
La verdad es que, desde 1844, cuando apenas empezaba con las reuniones de jóvenes los domingos y todavía no encontraba ni lugar ni una forma clara para el oratorio, tuvo un sueño profético que completaba de alguna manera el de los nueve años. En ese sueño, una Señora lo llevó por las diferentes etapas del crecimiento de su obra hasta llegar a «un campo donde había maíz, papas, repollos, remolachas, lechugas y un montón de verduras sembradas.

– Mire otra vez – me dijo. Volví a ver y entonces apareció una iglesia enorme y alta. La orquesta y la música vocal e instrumental me invitaban a cantar la misa. Dentro de la iglesia había una franja blanca donde se leía en letras grandotas: “Hic domus mea, inde gloria mea” (Esta es mi casa, de aquí saldrá mi gloria)».
Al año siguiente, el sueño volvió, pero con un detalle extra: «Y vi una iglesia bajita y pequeña, un patio chiquito y un montón de jóvenes. Me puse otra vez a la obra. Pero como esa iglesia se quedó chiquita rapidito, recurrí de nuevo a Ella, y me mostró otra iglesia mucho más grande, con una casa a la par. Luego me llevó un poco más adelante, hasta un pedazo de terreno cultivado, casi frente a la fachada de la segunda iglesia. Y me dijo: “En este lugar, donde los mártires de Turín Adventor y Octavio dieron la vida, sobre esta tierra que quedó bañada y santificada con su sangre, quiero que Dios sea honrado de una manera muy especial”. Y al decir eso, adelantó su pie justo hasta el punto exacto donde fue el martirio, y me lo señaló sin fallar. Yo quería poner alguna marca para encontrarlo cuando volviera por ahí, pero no hallé nada: ni un palito, ni una piedrita; aun así, lo grabé en la memoria con toda claridad. Ese punto es exactamente el ángulo interior de la capilla de los Santos Mártires, antes llamada de Santa Ana, del lado del Evangelio de la iglesia de María Auxiliadora».
Pero estos sueños, don Bosco sólo los entendería bien más adelante, cuando fue viendo cómo crecía su obra, como un signo claro de la ayuda de Dios y de la presencia activa y materna de María. En realidad, no fue que él quisiera hacer realidad un sueño a la fuerza, sino que las necesidades reales de los jóvenes y de la gente, junto con su amor y confianza en la Virgen, lo empujaron a lanzarse a construir “una iglesia más grande”.
Fuente: Bosco, J. (2024). Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales (Ed. crítica de F. Peraza Leal, SDB). Inspectoría Divino Salvador CAM. p. 164.
Lemoyne, G. B. (Ed.). (s. f.). Memorias Biográficas de San Juan Bosco (Vol. 2, p. 230). Central Catequística Salesiana.
Lemoyne, G. B. (Ed.). (s. f.). Memorias Biográficas de San Juan Bosco (Vol. 7, pp. 287–288). Central Catequística Salesiana.
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