Señor Jesús: nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos. «Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios». (Jn 6, 69)
Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la Última Cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres. Aumenta nuestra fe. Por medio de ti y en el Espíritu Santo que nos comunicas, queremos llegar al Padre para decirle nuestro sí unido al tuyo. Contigo ya podemos decir: Padre nuestro.
Siguiéndote a ti, «camino, verdad y vida», queremos penetrar en el aparente «silencio» y «ausencia» de Dios, rasgando la nube del Tabor para escuchar la voz del Padre que nos dice: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escuchadlo». (Mt 17, 5)
Con esta fe, hecha de escucha contemplativa, sabremos iluminar nuestras situaciones personales, así como los diversos sectores de la vida familiar y social. Tú eres nuestra única esperanza, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives «siempre intercediendo por nosotros». (Hb 7, 25)

Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre. Queremos sentir como Tú y valorar las cosas como las valoras Tú. Porque Tú eres el centro, el principio y el fin de todo. Apoyados en esta esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.
Queremos amar como Tú, que das vida y te comunicas con todo lo que eres. Quisiéramos decir como San Pablo: «Mi vida es Cristo» (Flp 1, 21). Nuestra vida no tiene sentido sin ti. Queremos aprender a «estar con quien sabemos nos ama», porque «con tan buen amigo presente todo se puede sufrir». En ti aprenderemos a unirnos a la voluntad del Padre, porque en la oración «el amor es el que habla». (Sta. Teresa).
Entrando en tu intimidad, queremos adoptar determinaciones y actitudes básicas, decisiones duraderas, opciones fundamentales según nuestra propia vocación cristiana. Creyendo, esperando y amando, te adoramos con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26, 38)
Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras; por eso queremos aprender a adorar admirando el misterio, amándolo tal como es, y callando con un silencio de amigo y con una presencia de donación. El Espíritu Santo que has infundido en nuestros corazones nos ayuda a decir esos «gemidos inenarrables» (Rm 8, 26), que se traducen en actitud agradecida y sencilla, y en el gesto filial de quien ya se contenta con solo tu presencia, tu amor y tu palabra.
En nuestras noches físicas y morales, si Tú estás presente, y nos amas, y nos hablas, ya nos basta, aunque muchas veces no sentiremos la consolación. Aprendiendo este más allá de la Adoración estaremos en tu intimidad o «misterio». Entonces nuestra oración se convertirá en respecto hacia el o «misterio» de cada hermano y de cada acontecimiento para insertarnos en nuestro ambiente familiar y social y construir la historia con este silencio activo y fecundo que nace de la contemplación.
Gracias a ti, nuestra capacidad de silencio y de adoración se convertirá en capacidad de amar y de servir. Nos has dado a tu Madre como nuestra para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre.
Ayúdanos a ser tu Iglesia misionera, que sabe meditar adorando y amando tu Palabra, para transformarla en vida y comunicarla a todos los hermanos. Amén.
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