Las diez colinas

Año 1864
Sueño 50
M.B. Vol. 7, pág. 677

Narrado por Don Bosco el 22 de octubre de 1864.

Soñé que estaba en un extensísimo valle poblado por miles y miles de jovencitos. Eran tan numerosos que yo nunca había imaginado que en el mundo pudieran existir tantos jóvenes. Estaban allí los alumnos de este año y los alumnos que nuestras obras tendrán en los años venideros. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos.

Al final del valle había una montaña altísima y una voz me dijo: «Es necesario que tú y tus discípulos suban a la cumbre de esa montaña».

Entonces di la orden a aquella multitud de jóvenes de emprender el camino hacia la cumbre de la montaña. Los sacerdotes marchaban adelante y a los lados animando a todos a subir hasta la cumbre. Levantaban a los que se caían, y cargaban sobre sus espaldas los que ya no eran capaces de caminar más a causa del cansancio. El Padre Miguel Rúa, con la sotana arremangada trabajaba más que todos los demás, animando a los que subían y a muchos los levantaba por los aires y los lanzaba hacia muy arriba, y caían de pie y seguían subiendo entusiasmados.

El Padre Cagliero y el Padre Francesia recorrían las filas gritando: «¡Ánimo, adelante! ¡Adelante! ¡Ánimo!».

Después de un poco más de una hora llegamos todos a la cumbre de la montaña, y entonces una voz gritó desde el cielo:

Es necesario que suban enseguida a las otras diez colinas que están en frente.
Pero — respondí yo — ¿cómo podremos hacer un viaje tan largo con tantos jóvenes y algunos tan pequeños y tan débiles?
El que no puede caminar con sus pies, será transportado.

Y enseguida apareció en el extremo de la colina una carroza tan hermosa, que es imposible describir que tan bella era. Y en la carroza había un gran letrero que decía: «Inocencia», y la frase siguiente: «Tienen la ayuda del Dios Altísimo, Padre, Hijo y Espíritu Santo».

La carroza toda cubierta de oro y de esmeraldas y diamantes, avanzó hacia los jóvenes y 500 niños se subieron a ella. Solo 500 entre tantos miles, conservaban todavía la inocencia.

Luego apareció otro camino lleno de espinas y que tenía este letrero: «Penitencia», y seis jóvenes alumnos nuestros, ya muertos, aparecieron vestidos de blanco para dirigir a los que quisieran viajar por aquel camino. Los jóvenes llevaban un hermoso estandarte con ese lema: «Penitencia», y se colocaron a la cabeza de todo aquel enorme grupo de discípulos para emprender el viaje. Y enseguida se dio la señal de partida.

Yo volví a mirar hacia atrás y sentí una profunda tristeza porque vi que un gran número de jóvenes se habían quedado sin seguir el viaje, y muchos se habían vuelto hacia atrás. Quise devolverme para animarlos a seguir subiendo, pero se me prohibió devolverme.

— Pero es que si yo no voy a animarlos se pueden perder definitivamente.
— Déjelos que ellos se responsabilicen. Ya se les han hecho todos los avisos y advertencias. Ahora que corra cada uno con su propia responsabilidad.

Yo quería responder, pero una voz me dijo: «¡También tú tienes que obedecer!» y seguimos el viaje.

Luego vi otra escena lastimosa: de los 500 que iban en la carroza de la inocencia, muchos fueron cayendo por el suelo y en la carroza no quedaron sino 150. Muchos de los que cayeron de la carroza de la inocencia fueron a colocarse en el grupo de los que seguían la bandera de la penitencia.

Yo sentí una gran tristeza al ver que son tantos los que no quieren subir a la montaña de la santidad y me propuse hacer todo lo posible por obtener que ninguno de mis discípulos se vaya a quedar a mitad de camino o se devuelva del camino de la santidad. Y me propuse invitar a todos a acercarse a la confesión y a seguir por el camino de la penitencia.

Seguimos andando y así fuimos subiendo hasta llegar a la octava colina. Allí encontramos unas casas de una belleza y riqueza que nadie puede imaginar aquí. Y había enorme cantidad de árboles tan llenos de hermosas flores y de sabrosos frutos que todos nos quedamos maravillados, y los jóvenes se esparcieron por todo el campo a saborear tan ricas frutas.

Y hubo un detalle que me causó extrañeza; y es que noté que mis alumnos ya no eran jóvenes, sino que estaban llenos de canas y muy ancianos. Y la voz me dijo: «Es que el tiempo que han empleado en subir a estas colinas no son horas sino años y años. Y si quiere saber cómo está su propio rostro mírese al espejo»

Me miré entonces en un espejo y vi que yo estaba convertido ya en hombre completamente anciano y lleno de arrugas (y ya no era el hombre de 49 años de esta fecha).

Seguimos el viaje y algunos de mis discípulos querían quedarse en el camino entretenidos en lo que por allí veían, pero yo los animaba diciéndoles: «Ánimo, sigamos adelante sin detenernos en nada por el camino».

Y apareció a lo lejos la décima colina y en ella una luz tan extraordinariamente bella, y unas músicas tan infinitamente hermosas que yo de pura emoción me desperté.

Explicación

Don Bosco les dijo a los jóvenes que las diez colinas son los diez mandamientos que es necesario cumplir para subir al cielo. Que los que se caen de la carroza de la inocencia y se pasan al grupo de la penitencia son los que cometen faltas, pero se arrepienten, se confiesan y proponen la enmienda.

Los discípulos de Don Bosco creyeron que en aquello de que en la octava colina Don Bosco se detiene y se ve ya muy viejo, pudo ser un aviso del cielo para que cuando llegara a la octava decena de años se preparara para volar al cielo. Y en efecto, cuando empezaba su octava decena murió el santo, a los 72 años.

El Padre Rúa y los Padre Cagliero y Francesia que aparecen en el sueño animando a los jóvenes, fueron tres colaboradores muy fieles a Don Bosco.


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