Apenas iba a cumplirse un mes desde la muerte de Domingo y su papá no lograba estar tranquilo. Todas las noches se desvelaba porque extrañaba con el alma a su hijo.
Aquella noche de domingo, 5 de abril de 1857, Carlo Savio estaba en su cama sin poder pegar un ojo, cuando de repente vio como que la pared del techo se abría por completo. En medio de una luz impresionante apareció Domingo, con sus ojos azules tan característicos y su sonrisa tierna de siempre. Sorprendido, el papá le preguntó:

– ¡Ay, Domingo, mi Domingo! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Ya estás en el cielo?
– Sí, padre mío, estoy en el cielo.
– ¡Ah!, si Dios te ha dado semejante gracia y ya estás gozando la felicidad del paraíso, te pido que recés por tus hermanos y hermanas, para que un día puedan ir con vos.
– Sí, sí, padre mío; voy a rezar por ellos para que también lleguen un día a esa felicidad inmensa del cielo.
– Y rezá también por mí y por tu mamá, para que todos podamos salvarnos y encontrarnos juntos en el paraíso.
– Sí, sí, lo haré.
Domingo, con una gran sonrisa, desapareció. Carlo sintió un consuelo profundo y, desde ese momento, pudo dormir en paz. Su hijo había alcanzado lo que había anhelado cada día de su vida: llegar al cielo. Después de la aparición, el cuarto volvió a quedarse tan oscuro como antes.
Fuente: Bosco, G. (1878). Vida del joven Domingo Savio, alumno del Oratorio de San Francisco de Sales (5.ª ed.). Turín.
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