Las catorce mesas

Año 1860
Sueño 27
M.B. Vol. 7, pág. 534-535

Soñé que estaba con todos mis jóvenes en un sitio tan ameno como el más hermoso de los jardines, sentados ante unas mesas que, ascendiendo desde la tierra en forma de gradas, se elevaban tanto que casi no se divisaban las últimas. Dichas mesas, largas y espaciosas, eran catorce, dispuestas en un amplio estadio y divididas en tres órdenes, sostenido cada uno por una especie de muro en forma de terraplén.

En la parte baja, alrededor de una mesa colocada en el suelo polvoriento y desprovista de todo adorno y sin vajilla alguna, vi a cierto número de jóvenes. Aparecían tristes; comían de mala gana y tenían delante de sí un pan semejante al pan duro y feo que les dan a los soldados en la guerra, pero tan rancio y lleno de moho que causaba asco. Este pan estaba en el centro de la mesa mezclado con suciedades e inmundicias. Aquellos pobrecitos se encontraban como unos cerdos inmundos en una pocilga. Yo les quise decir que arrojasen lejos aquel pan, pero hube de contentar con preguntar por qué tenían ante sí tan nauseabundo alimento.

Me respondieron: «Hemos de comer el pan que nosotros mismos nos hemos preparado, pues no tenemos otro».

Aquello representaba a los que están en pecado mortal. Dicen los Proverbios en el capítulo I: «Odiaron la disciplina y no abrazaron el temor de Dios y no prestaron atención a los buenos consejos, y por eso tienen que comer el fruto de sus malas obras». Y el salmo 75: «Los que hacen el mal tendrán que beber la copa de la amargura».

Pero a medida que las mesas estaban más y más arriba, los jóvenes que comían en ellas se mostraban más alegres y se alimentaban con un pan más sabroso.

Cuanto más alta se hallaba la mesa donde estaban, tanto más hermosos, elegantes y alegres eran los jóvenes que allí comían, y más lujosos los manteles y más finas las vajillas, y más exquisitos los alimentos que allí les ofrecían. Y me llamaba la atención el ver que en las mesas superiores había muchos jóvenes, más de lo que yo me había imaginado.

Al fin me puse a mirar las más altas mesas, las más elevadas. Los alimentos que allí se servían eran tan extraordinariamente finos y delicados que nadie podría describirlo. Las mesas parecían de oro. Los vestidos de los jóvenes que allí estaban sentados eran lujosísimos y de un costo elevadísimo. El rostro de cada muchacho resplandecía con luces admirables. Cada joven gozaba de una alegría extraordinaria y cada cual se esmeraba por hacer participantes de su gozo a los demás compañeros. En hermosura, en elegancia, en alegría y en luminosidad y esplendor, los que ocupaban las mesas de más arriba superaban totalmente a los que estaban en las mesas de más abajo.

Y me fue dicho que los que están en las mesas más altas son los que se esfuerzan por conservar el alma sin pecado. Los de las mesas de en medo son los que caen y cometen faltas, pero se apresuran a confesarse y a enmendarse. Los de la última mesa de abajo viven tranquilamente en sus pecados sin arrepentirse ni tratar de enmendarse. El Libro santo enseña: «Dichoso el que pudiendo pecar no peca. Pero ay del que vive como si Dios no existiera: ese no tendrá paz». (Is 48, 22)

Pero lo más sorprendente es que en el sueño reconocí a todos mis alumnos uno, por uno, y ahora mismo le puedo señalar a cada cual en qué clase de mesa lo vi. Me parece estarlos viendo ahora mismo, a cada uno en su mesa.

Estando, observándolos vi un hombre a lo lejos y quise ir a preguntarle algo, pero me tropecé con algo y me desperté.

Nota

Al día siguiente, 6 de agosto de 1860, los jóvenes fueron pasando por la habitación de Don Bosco para preguntarle en que mesa los había visto. Y se extrañaban de la admirable precisión con la cual les informaba el estado de su alma.

Varios le preguntaron si todavía podían pasar de una mesa inferior a otra superior y les dijo que sí, que sí era posible, con tal de esmerarse por evitar el pecado y dedicarse a portarse bien.


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