Año 1839
Sueño 09
M.B. Vol. 1, pág. 377-379
Dada la amistad e íntima confianza que mediaba entre mí y Comollo, solíamos hablar de lo que nos podía suceder en cualquier momento, esto es, de nuestra separación cuando llegara la muerte. Un día, recordando lo que habíamos leído en algunas biografías de santos, decíamos, medio en broma medio en serio, que nos podría ser de gran consuelo, si el primero de los dos que fuera llamado a la eternidad hiciera saber al otro en dónde se hallaba. Renovando a menudo esta conversación, nos prometimos recíprocamente rezar el uno por el otro y que el primero que muriera daría noticias de su salvación al compañero sobreviviente. No me daba yo cuenta de la importancia de una promesa tal, confieso que hubo en ello mucha ligereza y jamás aconsejaría que otros lo hicieran; con todo, entre nosotros aquella sagrada promesa se tuvo siempre como algo serio que había que cumplir. A lo largo de la enfermedad de Comollo, se renovó varias veces el pacto, poniendo siempre la condición de si Dios lo permitiese y fuera de su agrado. Las últimas palabras de Comollo y su última mirada me aseguraban que se cumplía el pacto.
Algunos compañeros estaban en el secreto y deseaban verdaderamente que se verificara. Yo estaba con ansias, porque esperaba con ello un gran alivio en mi desconsuelo.

Era la noche del 3 al 4 de abril, la noche siguiente al día de su entierro, y yo descansaba, juntamente con otros veinte alumnos del curso teológico en el dormitorio. Estaba en la cama, pero no dormía; pensaba precisamente en la promesa que nos habíamos hecho; y, como si adivinara lo que iba a ocurrir, era presa de un miedo terrible. Cuando he aquí que, al filo de la medianoche, oyóse un sordo rumor en el fondo del corredor, rumor que se hacía más sensible, más sombrío, más agudo a medida que avanzaba. Semejaba el ruido de un gran carro con muchos caballos o de un tren en marcha o como el disparo de cañones. No sé expresarlo, sino diciendo que formaba un conjunto de ruidos tan violentos y daba un miedo tan grande que cortaba el habla a quien lo percibía. Al acercarse a la puerta del dormitorio, dejaba tras sí en sonora vibración las paredes, las bóvedas y el pavimento del corredor, hasta el punto de que parecía estar hecho todo con planchas de hierro, sacudidas por potentísimos brazos. No podría apreciarse a qué distancia avanzaba aquello; se producía una incertidumbre como la que deja una locomotora, cuyo punto de recorrido no se puede conocer, si se juzga solamente por el humo que se eleva por los aires.
Los seminaristas de aquel dormitorio se despiertan, mas ninguno puede articular palabra. Yo estaba petrificado por el miedo. El ruido iba acercándose, cada vez más espantoso. Ya se le siente junto al dormitorio. Se abre la puerta, ella sola, con violencia. Sigue más fuerte el fragor sin que nada se vea, salvo una lucecita de varios colores que parece el regulador del sonido. De repente se hace silencio. Brilla la luz vivamente, y se oye con toda claridad la voz de Comollo, más débil que cuando vivía, que, por tres veces consecutivas, dice:
― ¡Bosco! ¡Bosco! ¡Bosco! ¡Me he salvado!
En aquel momento el dormitorio se iluminó más, se oyó de nuevo con mucha más violencia el rumor que había cesado, como un trueno que hundiera la casa, pero cesó enseguida y todo quedó a oscuras. Los compañeros, saltando de la cama, huyeron sin saber a dónde; algunos se refugiaron en un rincón del dormitorio; otros se apretaron alrededor del prefecto del dormitorio, don José Fiorito, de Rívoli, y así pasaron el resto de la noche, esperando ansiosamente la luz del día. Todos habían oído el rumor. Algunos percibieron la voz, sin entender lo que decía. Se preguntaban unos a otros qué significaban aquel rumor y aquella voz y yo, sentado en mi cama, les decía que se tranquilizaran, asegurándoles que había oído claramente las palabras:
― Me he salvado.
También algunos las habían oído, como yo; resonaron sobre mi cabeza de modo que por mucho tiempo, se repitieron por el seminario.
Yo sufrí mucho; fue tal el terror que sentí, que hubiese preferido morir en aquellos momentos. Es la primera vez que recuerdo haber tenido miedo. Por todo ello, contraje una enfermedad que me llevó al borde del sepulcro, quedó tan mal parada mi salud que no la recuperé hasta muchos años después.
Dios es omnipotente, Dios es misericordioso. Generalmente no atiende estos pactos; pero a veces, en su infinita misericordia, permite que se cumplan, como en el caso expuesto. No seré yo quien dé nunca a otros consejo semejante. Cuando se trata de poner en relación las cosas naturales con las sobrenaturales, la pobre humanidad sufre grandemente, en especial cuando son cosas no necesarias para nuestra eterna salvación. Ya estamos bastante ciertos de la existencia del alma, sin tener que buscar otras pruebas. Bástenos lo que Nuestro Señor Jesucristo nos ha revelado.
Nota
La primera de las biografías juveniles escritas por san Juan Bosco fue la de Luis Comollo, el mejor amigo de su juventud. En su amistad sí que se cumplió la frase de la Biblia: «Hallar un buen amigo es como encontrar un tesoro».
Comollo se admiraba de la gran fuerza de Bosco y de su enorme vitalidad, pero se preocupaba por hacerle comprender que en todo hay que proceder con mucha suavidad, aunque uno tenga muchas fuerzas y enormes energías.
En la hora de la muerte Luis tuvo una visión en la cual veía que la Santísima Virgen llegaba a ayudarlo y a protegerlo, y exclamó: «Lo que más me consuela en la hora final de mi vida es haber comulgado muchas veces y haber sido muy devoto de la Virgen. Oh, María qué felices son tus devotos, defendidos por ti en la vida y protegidos por ti en la hora de la muerte». Y expiró santamente.
Entre todos sus compañeros de seminario dejó Comollo una gran fama de santidad. Y tuvo el honor de que su biografía la escribiera el mismo qué escribió las famosas biografías de Santo Domingo y de Miguel Magone: nada menos que Don Bosco.
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