Un letrero misterioso.

El 29 de octubre de 1854, Domingo abrazó fuertemente a su madre y a sus hermanos más pequeños. Puso al hombro su bolsa de ropa, y en compañía de su padre, partió para Turín.

La capital del pequeño reino sardo-piamontés le pareció a Domingo llena de vida, con el estruendo de los cascabeles de cien carruajes, los letreros multicolores de los vendedores, el jaleo alegre de las barracas de las ferias en Puerto Palazzo. Bajaron hacia Valdocco, contorneando el puente donde eran ejecutados los condenados a muerte. Llegaron a la puerta del Oratorio, la casa de Don Bosco. Atravesaron un patio hormigueando de muchachos que corrían, saltaban y reían. Subieron una pequeña escalera y golpearon a la puerta del despacho de Don Bosco.

Mientras el papá y Don Bosco hablaban, Domingo echaba una mirada a los alrededores.

Una habitación pobre pero muy limpia, una estantería de libros, una mesa atestada de letras y de papeles, y en la pared un letrero misterioso: una frase latina en grandes caracteres: «Da mihi animas, coetera toelle».

Cuando el papá partió, Domingo se esforzó en vencer su emoción y dijo a Don Bosco: «Es la primera vez que estoy lejos de papá y de mamá, pero no estaré triste porque usted me ayudará».

Después, dejando atrás su primera vacilación, preguntó el significado de las palabras del cartel. Don Bosco le ayudó a traducir: «Señor, dame almas y quédate con todo lo demás». Era el lema que Don Bosco había escogido para su apostolado.

Don Bosco tenía una inteligencia brillante y una escritura fácil: había renunciado a otras carreras para dedicarse totalmente al anuncio de Cristo entre los jóvenes. Había dicho al Señor: Honores, dinero, vida cómoda, no me interesa. Da todas esas cosas a los demás. Dame solamente conquistarte las almas. Este letrero, colgado en la pared de su despacho era el empeño escrito entre Dios y él. Domingo, cuando comprendió estas palabras quedó un instante pensativo y dijo: «He comprendido: no es un comercio de dinero sino de almas. Espero que mi alma será parte de este comercio».

Así comenzó para Domingo la vida de todos los días, la vida un poco monótona de un estudiante con sus deberes, sus libros, su curso, los profesores, los compañeros. Don Bosco que le observada día tras día y escribía: «Desde el día de su entrada fue una exactitud que difícilmente se puede superar en el cumplimiento de sus deberes. Domingo asombró a todos los que le conocieron, no porque hizo cosas extraordinarias, sino porque era siempre exacto en todo».

Una cosa fácil de decir, pero difícil de hacer.


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