En la primera semana de julio de 1862, hablando Don Bosco a sus sacerdotes les recomendaba una gran caridad y paciencia al confesar a los jóvenes para no perder su confianza; y al mismo tiempo les aseguraba que la prudencia necesaria y la eficacia de palabra para ganar los corazones, eran dones del Señor que se obtenían con la oración frecuente, con la más perfecta pureza de intención y con actos de penitencia y sacrificio, como hacen los confesores celosos.
Después, siguió hablando de las confesiones sacrílegas de los jóvenes al callar de propósito cosas que se han de manifestar necesariamente y les contaba el siguiente hecho que le había sucedido a él mismo.
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Una noche soñé y vi en el sueño a un joven que tenía el corazón roído por los gusanos y que él mismo se quitaba y arrojaba de sí aquellos animales con la mano. No hice caso del sueño. Mas he aquí que a la noche siguiente veo al mismo joven, que tenía junto a sí un perro que le mordía el corazón. No dudé de que el Señor quería conceder alguna gracia a aquel muchacho y que el pobrecito tenía algún embrollo en la conciencia.
Cierto día le dije de improviso:
– ¿Quieres hacerme un favor?
– Sí, sí… Si de mí depende.
– Si quieres, puedes hacérmelo.
– Pues bien; dígame lo que desea, que lo haré.
– ¿Estás seguro?
– ¡Seguro!
– Dime: ¿no has callado ningún pecado en la confesión? – Quiso negármelo, pero inmediatamente añadí: ¿Y esto y esto otro, por qué no lo confesaste? Entonces me miró al rostro, comenzó a llorar y me dijo:
– Tiene usted razón: hace dos años que me quiero confesar de eso y dejándolo de una vez para otra no me he atrevido a hacerlo.
Entonces lo animé y le dije lo que tenía que hacer para ponerse en paz con Dios.
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Así habló Don Bosco en aquella ocasión dando sabios consejos a sus colaboradores, para que ejerciesen con éxito el difícil arte de salvar las almas; por su parte se dedicaba en cuerpo y alma a hacer de sus jóvenes otros tantos hijos de Dios.