La devoción que Domingo tenía a la Madre de Dios era sencillamente extraordinaria. Cada día hacía una mortificación en su honor; todos los días, mientras caminaba hacia la escuela, no solía levantar la vista. Pasaba a veces cerca de espectáculos públicos; los compañeros los devoraban con tal avidez, que ni sabían dónde estaban. Uno de tantos días, le preguntaron a Domingo si le habían gustado, contestaba que no había visto nada; por ello, un compañero enfadado le riñó diciéndole: «Pues ¿para qué tienes los ojos, si no te sirven para mirar estas cosas?».
Con un rostro sereno y su tranquilo tono de voz Domingo respondió: «Quiero que me sirvan para contemplar el rostro de nuestra celestial Madre cuando, con la gracia de Dios, sea digno de ir a verla en el paraíso».
Todos los viernes, Domingo escogía un recreo para irse con algunos de sus compañeros a rezar. Al comenzar sus oraciones siempre repetía: «María, quiero ser siempre vuestro hijo; haced que muera antes de cometer un pecado contrario a la virtud de la modestia»; sentía una especial devoción y cariño a Nuestra Madre de Dolores, por lo que dedicaba aquellos minutos del día a rezar la corona de los siete dolores de María, o las letanías de la Virgen de Dolores.
Texto: Parrroquia El Espíritu Santo / Fotografía: Parroquia El Espíritu Santo
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